HISTORIA DE LA INDEPENDENCIA DE GUATEMALA. |
Guatemala se independizó de España en 1821 como resultado de la declaración de independencia de México a raíz del Pacto de las Tres Garantías, y junto con el resto de Centroamérica decidió anexarse al Imperio Mexicano de Agustín de Iturbide, mismo que dos años después colapsara, por lo que Guatemala, al igual que el resto de Centroamérica (con excepción de Chiapas, que permaneció unido a México) se separó de México y formó por breve tiempo parte de las Provincias Unidas de América Central. Esta confederación se disolvió en una guerra que duró desde 1838 a 1840, y Guatemala se convirtió en una nación independiente.
El historiador Chester Zelaya ha dividido el proceso en tres etapas: la del Despotismo Ilustrado (1794-1810), la Constitucionalista (1810-1820) y la Independentista (1820-1823).
La primera se refiere al clima ideológico y político que se creó paulatinamente por una compleja serie de factores que de hecho venían desde tiempo atrás y entre los que ha sido usual mencionar la Independencia de los Estados Unidos de América y la Revolución Francesa.
El primer hito lo establecieron los súbitos y graves acontecimientos peninsulares que se iniciaron en 1808 y que desembocaron en el proceso constitucionalista de Cádiz, el cual se interrumpió abruptamente con la derogatoria de la Constitución en 1814 y la vuelta al régimen absolutista. Entre 1814 y 1820, mientras no estuvo vigente la Constitución, se produjo una interrupción aparente, un interregno calmado, durante el cual pareció afirmarse el dominio español, pero en el que, de manera encubierta, se produjo una definición de las diversas posturas de los grupos urbanos que buscaban un cambio de la situación, especialmente en la ciudad de Guatemala. La última etapa (1820-1823), en coincidencia con Zelaya, puede dividirse en dos subetapas: la comprendida de 1820 a la declaratoria de la Independencia el 15 de septiembre de 1821, y la que se inició con la aplicación de lo decidido provisionalmente en la capital. Este período estuvo dominado por la unión al Imperio mexicano, y se cerró al caer el régimen y reanudarse el proceso de decisión interrumpido por la anexión. Esta última etapa, desarrollada en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente, se trata en la cuarta parte de esta misma obra.
Antes de referirse a los acontecimientos españoles, sin embargo, es conveniente describir cómo funcionaban en el Reino de Guatemala las relaciones de poder, tanto políticas como económicas, ya que su comprensión permite apreciar mejor los cambios que deseaban las élites criollas, que estaban inconformes con esa situación, aunque en diferente forma, según se tratara de la élite de la ciudad de Guatemala o de las élites de las principales ciudades provincianas, las cuales tenían aspiraciones diversas.
Conviene resumir primero la situación de la distribución del poder político y económico en el Reino de Guatemala, con el fin de comprender (a lo largo del proceso emancipador y luego después de obtenida la Independencia), las aspiraciones de los diversos grupos participantes y cómo evolucionó (y muchas veces se radicalizó) el esfuerzo por lograr las reivindicaciones que se consideraban no sólo urgentes sino justificadas.
El sistema político español había sido siempre altamente centralizado. Todos los hilos del poder regional se concentraban en el Presidente, Gobernador y Capitán General, y, a su lado, en la Audiencia. Estos funcionarios fueron mayoritariamente peninsulares, lo mismo que las más altas autoridades de la Real Hacienda. Sin embargo, las decisiones fundamentales debían consultarse a España, o bien venían desde allá nuevas directrices. En la Península también existía centralización, originalmente en el monarca y su Real y Supremo Consejo de Indias, y posteriormente en las Secretarías de Estado.
El establecimiento de las intendencias modificó un tanto la organización regional, pero concentró en los intendentes una serie de facultades y funciones que antes tenían los gobernadores, alcaldes mayores o corregidores, con el agravante, desde el punto de vista de la élite criolla, de que estos funcionarios fueron en su mayoría peninsulares, mientras que los alcaldes mayores y corregidores habían sido generalmente criollos (véase el capítulo sobre el Régimen de Intendencias en esta misma sección). El gobierno eclesiástico también estaba centralizado en los obispos y arzobispos, que asimismo fueron mayoritariamente peninsulares, lo mismo que gran parte de los miembros del Cabildo Eclesiástico. Sólo
en los Ayuntamientos pudieron las élites criollas expresar su control político, sobre todo por medio de la compra de cargos, si bien compartían el poder con los peninsulares que también ocupaban puestos capitulares.
El gobierno español de las Indias se caracterizaba por dos principios fundamentales y complementarios:
a) la existencia de varias esferas de autoridad y de responsabilidades (gobierno, guerra, hacienda, justicia, Iglesia), y
b) el recelo de la Corona hacia las iniciativas y actuaciones tanto de sus funcionarios
coloniales como de los grupos de poder locales, ya fueran criollos o peninsulares. De ahí que todas las decisiones importantes tenían que consultarse a España, donde culminaba la centralización gubernamental, que requería (y estimulaba) la comunicación directa con el Rey. Los procedimientos resultaban a la vez lentos y engorrosos, ambiguos y conflictivos. En el siglo XVIII y principios del XIX, tales procedimientos no sólo no se habían vuelto más fluidos sino que incluso, más que nunca, todo se debía decidir en la Península, aun cuestiones como el gusto artístico a través de la imposición del nuevo estilo neoclásico.
El sistema generó contradicciones: si bien era rígido y autoritario, limitando la libertad y la discreción de los funcionarios y de las corporaciones locales, tuvo que permitir cierta flexibilidad, aunque ésta resultó siempre precaria ya que en cualquier momento la autoridad peninsular podía revocar una resolución. Los funcionarios y corporaciones de Hispanoamérica recurrieron a diversos métodos para adoptar alguna decisión que les conviniera (a ellos y a los grupos que querían favorecer). Lo fundamental era informar a España de tal manera que aquélla fuera ratificada. Las decisiones se tomaban y fundamentaban como se esperaba que debía hacerse de acuerdo con los casos previos. Pero también sucedía que los precedentes fueran opuestos. Era usual encontrar situaciones que habían sido resueltas en formas
diferentes, sin que pudiera predecirse qué sucedería en el nuevo caso. La legislación era casuística, copiosa y contradictoria. El hecho es que el sistema, además de prolongado y costoso, generó frustraciones en las élites locales, que cada vez con mayor convicción creían que estaban en mejor capacidad de decidir lo más conveniente.
En consecuencia, el gobierno resultaba poco representativo. Por una parte, los más altos funcionarios, civiles y eclesiásticos, centrales y regionales, llegaban desde España, y había muy poca participación local y, por otra, las posiciones del gobierno municipal (y algunos otros cargos vendibles) estaban en manos de los ricos, quienes podían pagar los precios para adquirirlos. Finalmente, el poder político se centraba en los Ayuntamientos de las grandes ciudades y en cuerpos como el Consulado de Comercio, que tenían jurisdicciones e influencias en territorios que iban mucho más lejos de sus límite citadinos.
El poder económico tenía una concentración que no coincidía con el poder político. Como ya se expuso en la sección II de esta obra, los grandes comerciantes de Santiago de Guatemala desempeñaron, desde el siglo XVI, un papel fundamental en la economía del Reino y obtuvieron parte esencial del poder político citadino. Esta élite se renovó constantemente por medio de la llegada de peninsulares que representaban firmas sevillanas y luego gaditanas. Al lado de la élite mercantil estaba la agropecuaria, dedicada a la producción de bienes con valor comercial (fundamentalmente el añil como artículo de exportación, y el azúcar, el trigo y el ganado vacuno para consumo local), con haciendas no lejos de las grandes ciudades, ya que el único mercado realmente atractivo en cuanto a ganancias era el urbano. En lo agropecuario tuvieron papel fundamental las órdenes religiosas, propietarias de grandes haciendas e
ingenios, así como de capitales que las convirtieron en los principales prestamistas.
Sin embargo, la verdadera dirección del sistema económico la tenía la élite comercial de la ciudad de Guatemala, que controlaba la exportación del añil, mediante la fijación por ella misma de las calidades y de los precios y porque garantizaba la compra del tinte a los grandes cosecheros por medio de adelantos o préstamos (habilitaciones). También manejaba el lucrativo abasto de ganado vacuno para la capital, el cual llegaba en su mayoría desde Nicaragua y Honduras, y que dicha élite o sus asociados adquirían a bajo precio. Ambos sistemas de comercialización generaron un gran resentimiento en las élites provincianas en contra de la capital y sus comerciantes, a quienes consideraban sus explotadores, especialmente en las dos primeras décadas del siglo XIX, que fueron de crisis, tanto para el añil como para el ganado. Los principales comerciantes de finales de la Colonia eran peninsulares recién llegados, que habían entroncado con antiguas familias criollas, entre las que destacan las de Juan Fermín de Aycinena (1729-1796) y Juan Bautista de Irisarri (1740-1805), aunque hubo otros.
Los criollos provincianos deseaban `liberarse' de la sujeción y `explotación' en que consideraban que los tenían los mercaderes capitalinos. En cada provincia o intendencia había, a su vez, comerciantes y agricultores que deseaban ejercer directamente el poder que las firmas capitalinas tenían para todo el Reino. Aspiraban a alcanzar el poder económico que les negaban los comerciantes de la ciudad de Guatemala. Deseaban exportar e importar directamente, sin tener que pasar por la capital, pues no era necesario.
En resumen, en el Reino de Guatemala, tanto en cuanto al poder político como en cuanto al económico, había desigualdades y mecanismos que resultaban inconvenientes. Los criollos aspiraban a alcanzar el control de las decisiones sin embargo, los guatemaltecos querían que siguiera la centralización en la capital, mientras los provincianos deseaban que cada intendencia, a través de su principal ciudad, asumiera el gobierno provincial, por medio del cual se produciría, asimismo, el comercio directo, gracias a la liberación de su dependencia de la ciudad de Guatemala.
Ni la inclemencia del tiempo logro detener el fervor patrio en los estudiantes, autoridades educativas y municipales.
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